OPINION

¿Dónde están?

Leviatán

LeviatánCréditos: Tribuna
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Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles", Bertolt Bretch.

Para que una democracia funcione se requiere competencia política y electoral, sin ella todo termina en un simulacro que únicamente abona a los intereses de los que ostentan el poder y se visten de demócratas de ocasión que enarbolan banderas románticas repletas de keywords que tanto gustan al pópulo: libertad, justicia, igualdad, esperanza, por citar ejemplos, dentro de discursos melosos que idealizan el futuro sin un presente estable. La oposición es un asunto toral para las democracias y los gobiernos deben no solo no eliminarla, sino fomentarla, pues esta debe imponer límites a los gestores del poder y significarse como la alternativa de mandato, es decir, como aquella opción a la cual acudir si los líderes electos no funcionan o satisfacen al electorado. Dicho en otras palabras, tal contrapeso es un acicate para que la autoridad cumpla, erigiéndose como un faro de moralidad y de “deber ser”; la teoría explica, incluso, que estos aspirantes al poder tienen la obligación del contraste, de dar ejemplo a partir de las acciones, de no solo hablar, sino construir desde su posición.

Desde que asumió el cargo de presidente Andrés Manuel López Obrador dedica buena parte de su tiempo a destruir a la oposición, llámese política, económica o social; no existe cabida para bien, o al menos neutra, de los opositores en su vocabulario. El mandatario gasta su tiempo adjetivándolos, un detalle impresentable para el que debiera ser un orador de primera, que sentenciara sin poner etiquetas, que promoviera el debate como el estadista que el país necesita.

Lo que el presidente hace es síntoma de un hombre sometido a sí mismo, al personaje que asumió y no al político que decía ser. El tamaño y alcances de su Gobierno solo son reflejo de una vanidad desbordante, que pudiera cortarse con cuchillo si uno visita Palacio Nacional, la lujosa guarida de un mandatario ensimismado.

Lamentablemente, el país pierde dos veces, porque si por un lado está AMLO y su vocación a erradicar a quien ose contradecirlo, por el otro queda una oposición no solo diezmada por la maquinaria federal, sino también por su ausencia de liderazgos, por su carencia de ideas, de pensamiento profundo. Creen, sobre todo panistas y priístas, que gozan de calidad moral para criticar con desparpajo las muchas omisiones y los graves errores de la gestión de López Obrador y que ello les ganará adeptos con los cuales competir en las urnas. Nada más falso, poco más simplista que creer que basta con fungir como calificadores del actuar oficial, sobre todo en rubros donde, con ellos como Gobierno, no es que fueran mejores.

Así de pequeño es el nivel de la oposición, lo que deja a México desvalido de una clase política que valga la pena, que arriesgue desde el conocimiento, que proponga construcción desde los hechos y no desde el sofisma, que prepondere la gobernanza y no a controlar a sectores completos de una población sumida en el miedo al futuro. Ante tal panorama, resultará fundamental que surjan nuevos liderazgos, con visiones horizontales, cuyo sentido principal sea apuntalar la democracia, al tiempo de ofrecer a la gente la chance de creer que no todo está perdido, que aún hay valor para recomenzar y reconstruir aquello que gobiernos de monólogo y oposiciones inocuas se encargan de minar diariamente.

La pregunta clave es ¿dónde están? Por lo general, los hombres y mujeres probos no buscan reflectores de la política, conocedores de que es meter las manos a un barril con mierda, aunque siempre hay algunos que dejándolo todo, sin más deseo que el de colaborar por salir del infortunio, le apuestan al camino democrático. Son pocos, pero valiosos. Hoy, en pleno tiempo electoral habría que detectarlos y apostarles, en el entendido que realmente no serán los políticos, sean Gobierno u oposición, quienes formen los contrapesos, indispensables si deseamos salir de esta realidad que, de tan tirana, es casi tragicómica. Los gobiernos con aires totalitarios y aquellos con desdén por el ciudadano tienen un enemigo común: la congruencia.