Hace unos días leí el documento que la Secretaría de Educación Pública dirigió a los Consejos Técnicos Escolares, titulado 'Infancias y adolescencias trans y no binarias'. En apariencia, busca promover la inclusión; en realidad, introduce en la educación básica un discurso ideológico que confunde lo biológico con lo emocional, y lo pedagógico con lo político.
No es un texto neutro: es un instructivo para que maestras y maestros hablen con los niños de 'identidad de género', de ‘sexo asignado al nacer’ y de la posibilidad de cambiar de nombre o uniforme sin la intervención de los padres. Dicho con todas sus letras: es la sustitución del criterio familiar por el criterio estatal.
Tal vez, si no tuviera una hija de nueve años, esto me habría pasado de largo. Habría leído el titular, lo habría dejado pasar, como tantos temas que creemos ajenos, sin entender que un día llegarán al salón de clases de nuestros hijos. A veces los que nos decimos creyentes somos permisivos por cansancio o por ingenuidad. Yo mismo lo fui. Pero cuando ves a tu hija caminar con mochila al hombro, confiando en una escuela que debería proteger su mente y su inocencia, algo dentro de ti cambia: ya no puedes callar.
La inclusión es necesaria, la discriminación es inaceptable
Pero una cosa es respetar y otra muy distinta imponer narrativas ideológicas en etapas formativas.
A un niño no se le debe empujar a dudar de quién es; se le debe acompañar a entender su cuerpo, sus emociones y su entorno, con amor y con ciencia, no con consignas.
El artículo 5 de la Convención sobre los Derechos del Niño reconoce el derecho y deber de los padres a guiar a sus hijos en el ejercicio de sus derechos.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos confirman que el Estado no puede reemplazar la autoridad moral de las familias.
El papel del maestro es enseñar, no redefinir la identidad de un menor
La neutralidad educativa también es un derecho. Y los mismos maestros lo saben, pero por temor no se atreven a manifestarlo, pues claro es que también son padres y madres de familia.
México es un país plural, y la escuela pública debe ser neutral, no activista.
La laicidad no significa vaciar de valores a la educación, sino garantizar que ninguna ideología se imponga sobre la conciencia familiar.
Y hoy, paradójicamente, ese principio laico se usa para introducir una moral estatal disfrazada de inclusión.
El verdadero interés superior del menor
El interés superior del menor no consiste en promover dudas precoces ni identidades fluidas, sino en proteger el desarrollo integral del niño: su cuerpo, su mente, su afectividad y su familia.
Quizá por años vivimos anestesiados. Creímos que mientras nuestras familias estuvieran bien, lo demás no importaba.
Pero hoy entendemos que el silencio también educa, y cuando callamos, otros escriben los libros de texto.
Por eso decidí hablar: porque el amor a mi hija me obligó a abrir los ojos y a dejar de ser indolente.
Defender la niñez no es un tema religioso ni ideológico: es un acto de humanidad. La educación debe volver a su esencia: formar personas íntegras, no identidades experimentales.
La niñez mexicana merece protección, no propaganda
Y los padres merecemos también de las asociaciones que dicen representarnos, algo más que comunicados tibios o reuniones protocolarias: merecemos una voz que nos defienda, no que nos administre. Porque hay quienes confunden el diálogo con la sumisión y la prudencia con la omisión. No necesitamos guardianes del discurso oficial, sino defensores del derecho familiar. Quien calla ante la intromisión del Estado en la conciencia de los niños, deja de ser mediador y se convierte en cómplice.
