Nací en 1968, en medio de un mundo convulso. Mi infancia transcurrió en una iglesia que hablaba de renovación, pero aún era solemne. Con Pablo VI aprendí que el cambio puede hacerse con mesura, que el equilibrio entre lo divino y lo humano no es fácil de sostener, pero vale la pena intentarlo. Fue un Papa prudente, diplomático, que no gritaba, pero que dejaba sentir su peso. Políticamente, intentó tender puentes durante la Guerra Fría, un precursor de la diplomacia vaticana contemporánea. Su encíclica Populorum Progressio dejó una huella profunda: puso a la Iglesia del lado de los pobres, del desarrollo humano integral, de la justicia social.
Cuando tenía 10 años, llegó Juan Pablo I, el Papa de la sonrisa. Y en apenas 33 días, se fue. Tan pronto que apenas alcanzamos a conocerlo. Pero su brevedad nos dejó una inquietud: ¿y si la iglesia también podía tambalearse desde adentro? Su estilo pastoral directo y su humildad representaban una transición importante. En él, muchos vieron una amenaza a los poderes internos del Vaticano. Su repentina muerte aún despierta sospechas y especulaciones; recuerdo aquel libro que promocionaban tanto en la televisión, 'Muerte en el Vaticano' de Maurice Serral y Max Savigny. Pero más allá del misterio, fue símbolo de un cambio que apenas se insinuaba.
Y entonces, como un torbellino, llegó Juan Pablo II. A mis 10 años y con su llegada a México, ese hombre se convirtió en una figura titánica que marcaría mi adolescencia, mi juventud y buena parte de mi vida adulta. No solo lo vi, recibimos la bendición directa y en persona, en nuestra luna de miel en Roma, en 1999. Fue uno de esos momentos que se quedan grabados en nuestra alma. Por él, nuestra tercera hija se llama Paula.
Con él vi caer el muro de Berlín, resistir atentados, hablarle al mundo sin miedo. Me enseñó que la fe no debe ser sumisa, sino valiente. Que el Papa no es solo un pastor, es también un actor geopolítico. Fue un gigante espiritual y político. Su papel en la caída del bloque soviético es incuestionable. Desde Polonia, con su fortaleza inquebrantable, apoyó movimientos como Solidaridad. En lo social, viajó incansablemente, acercando la iglesia a millones. Sus posiciones conservadoras contrastaban con su cercanía a los jóvenes. Lo sentí firme cuando el mundo se desmoronaba y humano cuando el cuerpo ya no le respondía.
Cuando Juan Pablo II murió, me costó imaginar el mundo sin él. Y, sin embargo, llegó Benedicto XVI. No tenía su carisma, pero su inteligencia era profunda. Fue un Papa de la razón. Tal vez demasiado racional para los tiempos que corrían. Recibí su elección con esperanza intelectual. Joseph Ratzinger era un teólogo brillante. Pero su pontificado no fue fácil. La crisis de los abusos sexuales lo golpeó con fuerza. Me pareció admirable, sin embargo, que supiera renunciar. Fue la primera vez que vi a un Papa dejar el poder no por enfermedad o muerte, sino por claridad. Al principio, no estuve de acuerdo: ¿cómo renunciar al trono de Pedro? Pero entendí que había actuado con humildad y lucidez. Ese gesto me pareció más revolucionario que muchos discursos. Supo reconocer sus límites, y eso también es liderazgo.
Y entonces llegó Francisco. Por fin, un Papa que hablaba como nosotros. Cercano, latinoamericano, sencillo. Me sorprendió cómo, en un mundo que se polariza cada vez más, él optaba por abrazar, por mirar a las periferias, por hablar de ecología, de migrantes, de dolor humano. Ya en mi etapa de adultez, comprendí su mensaje con más madurez. Su encíclica 'Laudato Si’' es un manifiesto político contra un sistema que excluye y depreda. En lo diplomático, ha sido mediador en conflictos como el restablecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Algunos lo acusaron de ser "demasiado político"; yo creo que es profundamente evangélico. Se bajó del trono y caminó entre la gente. Nos recordó que la iglesia no es un palacio, sino un hospital de campaña.
Ahora, a mis años, no espero milagros. Espero lucidez. Espero coherencia. Espero un hombre que sepa leer el mundo sin miedo, alguien que sepa que la fe no basta si no va acompañada de justicia, de compasión y de responsabilidad.
Observo el Colegio Cardenalicio y veo tensiones entre sectores conservadores y reformistas. Tal vez sea alguien como Zuppi, que entiende de paz y de diálogo. O Tagle, que puede ser voz de Asia y puente entre culturas. O incluso Turkson, con su mirada desde el sur global. O Parolin, hábil diplomático y figura de equilibrio en la Curia. No lo sé. Pero lo que sí sé es que el próximo Papa deberá ser un hombre resiliente, con la fuerza de enfrentar no solo los desafíos de la Iglesia, sino los dolores del mundo, y esperaremos pacientes, desde hoy 7 de mayo que escribo esto, cuando sea revelado desde el balcón de San Pedro con el famoso "Annuntio vobis gaudium magnum: ¡Habemus Papam!".